jueves, 29 de octubre de 2009

LAS BRASAS DE LA LOCURA

No tengo ante mi la flor amarilla de la inspiración. Tampoco me hace falta; otras veces he escrito y no la tenía.

Ahora, rodeado de plantas, un ambiente verde me observa; el sol de atardecer me ilumina, con el tórax lleno de humo de un cigarrillo bajo en nicotina.

No hay rosa amarilla que me inspire, pero para lo que voy a relatar a continuación no necesito la compañía de las musas; es algo que surge del mismo modo, que el agua cristalina brota del manantial.

Todo empezó una tarde invernal, en una casa fría, cuando la luz se esconde con vergüenza y da paso a ese paño grisáceo, a esa hora que no es ni de día ni de noche y en el animo humano aparece el aburrimiento, ronda la desolación, la melancolía y la tristeza.

Se movía por la casa, sin rumbo fijo, sin saber que hacer. Coger un libro le suponía un esfuerzo desmesurado: abrir sus hojas comportaba conocer algo que no deseaba; escribir era dejar sus pensamientos sobre un papel blanco, que creía demasiado suyos para darlos a conocer a una hoja blanca desconocida, muda, sin respuesta.

Lo mas fácil, para romper su hastío seria conectar el pequeño transistor; pero no quería oír música. Necesitaba escuchar una voz, alguien que hable por aquella cajita y ella, cerrando sus ojos verdes haría el resto.

El “clic” del interruptor dio paso a una voz masculina, penetrante y segura, cerro los párpados y reclinando su cabeza en el respaldo del sofá, abrió al máximo sus oídos para oír al personaje desconocido.

Le habla de una etnia distinta a la suya: una sociedad falta de libros, discos, rompecabezas; aquella voz aseguraba felicidad con los pies descalzos. El transistor le estaba vendiendo una imagen que se le antojaba demasiado manipulada.

Cerró el interruptor y lanzó el receptor al otro lado del sofá. Se puso de pie. Froto su rostro con las manos y empezó a llorar con fuerza. El peso de aquella tarde gris era excesivo para cargarlo a sus espaldas.

Se sentó. Pensó que el estado anímico la estaba venciendo, librando una batalla cuya única victoria seria la normalidad.

Su cuerpo buscó la posición horizontal, las lagrimas surgían de sus ojos y se deslizaban por sus finas mejillas; mas tarde se perdió en el sueño.

Hasta aquí lo de la joven muchacha le hubiera podido suceder a cualquiera, pero lo que a partir de ahora cuento es sorprendente, novedoso, y si me permiten, la comunión de ambos adjetivos, lo podrían hacer aterrorizante.

Cuando sus párpados se unieron y su respiración adquirió el ritmo profundo de la persona dormida, en la estancia, surgían de la pared, pequeños seres luminosos que se deslizaban por entre los blancos granos del estucado, hasta llegar al frío suelo de terrazo; en poco tiempo, todo era luz sobre el uniforme mosaico cuadriculado de la estancia.

Pequeñas ascuas avanzaban hacia el sofá, subían por sus bajos y pronto empezaron a cubrir el cuerpo de la muchacha.

Ella seguía durmiendo, no percibiendo la molestia de sus encendidos visitantes, ni tampoco el calor que emanaban aquellos diablillos.

Su sueño era tan profundo, que no sentía como su cara se cubría lentamente por las minibrasas, que se introducían por doquier, su boca abierta, los orificios de la nariz, algunos movían sus largas pestañas, otros por sus oídos, no sin antes caer entre los pliegues de sus orejas.

En poco tiempo aquellas animas inundaron la mente de la muchacha que seguía dormida.

El tiempo pasaba y a esa hora que suele calificarse de intempestiva, abrió los ojos al máximo con la impresión que le salían de sus órbitas.

Miró a su entorno, pensando en si era observada, toco las paredes, abrió puertas, miro bajo la cama, los armarios y en los rincones mas escondidos, buscando a este alguien vigilante.

Sorprendida por su despertar, se sentó reflexionando sobre lo ocurrido, pero fue interrumpida por la sensación de que sus pensamientos eran leídos e interpretados por alguien.

De nuevo volvió a remover la casa, arrojaba lo que encontraba a su paso, el ruido era manifiesto y los vecinos no tardaron en llamar a su puerta.

El sonido eléctrico de la llamada, puso sus músculos en tensión y de un salto coloco la espalda en la pared, deslizándose sobre ella se sentó en el suelo; estrujándose la cabeza entre sus manos, oía convulsionando aquella llamada estruendosa.

...............

Ahora la tarde gris, ha sido sustituida por un sol primaveral. Ella, tras unos altos ventanales, contempla las flores de un jardín de lo que imagina una lujosa mansión.

No por ello, deja de preocuparle la habitación acolchada, sin muebles, con ventana enrejada.

Se encuentra en un hospital psiquiatrico, allí intentaran extraerle lo que una tarde gris de invierno entro en su mente: las brasas de la locura.

domingo, 25 de octubre de 2009

SUCEDIO UNA NOCHE ( y 3ª parte)

Dentro de unos días llegará una carta con membrete de un hospital de alguna ciudad, agradeciendo el haber generado unos órganos que fueron reimplantados con éxito a otras personas. Ahí finaliza todo este camino largo y frío.

Antes de entrar en la unidad me dirijo a la máquina de café que hay en la sala de espera. Ahora está ocupada por cinco personas; acurrucadas, somnolientas, cubiertas por sus prendas de abrigo esperando noticias de sus familiares.

El vaso de plástico irrumpe en la pequeña ventana inferior. Se va llenando. En el luminoso aparece una frase: “permítase un momento de relax”.

Retiro el recipiente y removiendo el azúcar me encamino a reanimación intentado olvidar mi último recuerdo.

Los enfermos post-operados ya están en la planta. La noche avanza. Sentado en una incómoda silla levanto los pies sobre la mesa. Siento pesadez en las pantorrillas. En el ambiente se escucha el monótono ruido de los respiradores, roto esporádicamente por la alarma de un pulsioxímetro, que se ha desconectado de un paciente.

Jesús se ha conectado a su pequeño transistor escuchando la repetición de un programa deportivo. Isabel ha entornado los ojos, al tiempo que las hojas impresas de su libro han perdido la perpendicularidad. El anestesista se ha echado en el pequeño catre de su despacho.

Sigue su curso la noche. El exterior desierto. El interior esperanzador. El cielo oscuro. Es esa hora en la que las ciudades sólo son piedra, ángulos y palomas dormidas.

Un desgarrador sonido irrumpe en la estancia. Una luz roja, intermitente hace que la adrenalina haga acto de presencia. Un resorte interior me dispara hace que me levante. Jesús ya se esta enfundando unos guantes. Le imito. El anestesista abre la puerta de su despacho con los ojos entornados y nos sigue.

El médico de la puerta anuncia la llegada de una urgencia inmediata.

El box “C”, está preparado para ello. Aparecen ante nosotros los camilleros de la ambulancia con una mujer de unos cuarenta y cinco años inerte, sin signos de violencia y apariencia cadavérica.

- ¡¡Parada cardíaca!!

Entre todos colocamos a la infortunada en la camilla. Sin comentarios, monitorizamos. Una línea isoléctrica hace que salte sobre el pecho de la paciente comenzando las maniobras de masaje cardíaco.

- ¡¡ Laringo !!, tubo del 8

Jesús ya tiene una vía. Ha sacado una muestra de sangre.

En la pantalla del monitor aparecen las muestras del miocardio estrangulado entre la columna vertebral y el esternón.

Los fármacos irrumpen en las venas de la paciente. El oxígeno ya hincha sus pulmones; pero su vida sigue colgada del viento.

Estoy cansado. Pido a mi compañero que siga con el masaje. En tanto atenderé las demandas farmacológicas.

Un complejo cardíaco de esperanza aparece en el monitor, detrás otro y otro. El color rosáceo vuelve a su piel. Las pupilas son mínimamente reactivas.

Nos miramos sin decir nada.

El futuro nadie lo sabe, pero el presente nos genera una satisfacción indescriptible.

Con la preocupación de ese futuro, me entrevisto con los hijos de Ana. No entienden que ha ocurrido, ayer estaba perfectamente y esta noche manifestó un cansancio especial.

Su marido estaba sentado, sin querer saber que había pasado. Su rostro inexpresivo, desaseado por las prisas, dejaba ver unos ojos azules, brillantes, destacando sobre una piel morena.

Les aconsejo que esperen en la sala de espera. Ese lugar impersonal, incomodo, donde los minutos tienen el peso de las horas y éstas las losas de los días.

Cuando vuelvo al lado de Ana, a medir sus presiones, anotar sus respiraciones y latidos, mis pensamientos vuelan buscando una explicación a todo lo que me rodea y al sufrimiento de ese hombre desaseado, hundido en los recuerdos .

A veces, no vemos las cosas que hay a nuestro alrededor como realmente son, sino como las queremos ver. Y yo, hasta aquel momento, nunca había sabido ver con claridad como era la vida. Porque la vida es hermosa, hay que aprender a valorarla y vivirla intensamente, pero con respeto. Sabiendo que en segundos gira y deja al descubierto un sinfín de matices grises

La noche está llegando a su fin. La aurora recorta las nubes con una luz blanca y el paisaje se viste de existencialismo.

Los párpados se vuelven pesados, los músculos se agarrotan; mientras las manos anotan las últimas constantes de la noche de hoy.

El panecillo con mantequilla y el café con leche anuncian el nuevo día. Ahora sólo falta la llegada del personal para contarle las incidencias de la noche. Día, noche. Aurora, crepúsculo. Vida, muerte.

En el vestuario los comentarios son mínimos, alguna alusión al trabajo de esa noche, o bien al que hacer del día. Yo pienso en el quirófano donde he dejado a Rafa, el rosario que hay entre las manos de Luisa y ese latido esperanzador de Ana. Deseo lo mejor para ellos.

La puerta de cristal se abre a mi paso. Con el periódico bajo el brazo irrumpo en el frescor del nuevo día. El sol se refleja en mis gafas y acaricia mis mejillas. Su proyección dibuja mi sombra alargada sobre el asfalto del aparcamiento. Los decorados toman realismo. El andar del prójimo adquiere ritmo y el mundo sigue girando entre la parca y la existencia

viernes, 23 de octubre de 2009

SUCEDIO UNA NOCHE (2ª parte)

Comento con mis compañeros la escena. Las palabras que pronunciamos son como monosílabos. Todos somos conscientes de los cambios que la vida puede dar en unos segundos, y lo que pesan estos segundos en la vida.

Por la ventana se ve el pasar del tiempo al ritmo del río cercano que va hacia el mar. Los minutos caían lentamente y las agujas del reloj tropezaban con ellos. Las nubes de color burdeos han dado paso a la oscuridad de la noche, rota por las luces amarillas de las farolas. Los últimos familiares abandonan el recinto hospitalario después de visitar a unos enfermos necesitados de algo más que unos cuidados clínicos o quirúrgicos.

Miro el reloj. Se acerca la hora de ir a cenar; tomaré las constantes e intentaré disfrutar de este paréntesis laboral. Acostumbro a sentarme con colegas ajenos a mi servicio. De este modo evito seguir conectado a los enfermos. Algunas veces es inevitable, pero prefiero comentar los partidos de fútbol de la próxima jornada o bien, si la nieve ya ha cubierto las pistas de esquí para la temporada.

Me resulta difícil acabarme el plato de carne guisada por dos motivos: no es muy apetitosa ni en su presencia ni en su condimentación. Por otro lado no consigo desconectar de lo que hace unos minutos he dejado.

El cortado está caliente. Sentado detrás de mis gafas redondas saboreo los últimos suspiros de tranquilidad que por el momento me regala esta noche, que parece por ahora, será de las que se recuerdan.

Al llegar a la unidad observo que el cubículo dos está muy concurrido. Ha salido del quirófano el sangrante de cirugía. Estará con nosotros unas horas y cuando se estabilice podrá subir a la unidad asistencial.

Voy a ver qué me indica el monitor de Rafa. Anoto las constantes en la gráfica de enfermería. La coordinadora me comunica que, en un par de horas, se lo llevaran para realizar la extracción. La diuresis es abundante. La última analítica indicaba un potasio bajo; se tendrá que intentar normalizar esta situación.

Llegado este momento es cuando más difícil me resulta la transformación del pensamiento. Cuando pasen ciento veinte minutos se lo llevaran respirando, latiendo, orinando, con presiones en todo su cuerpo.... pero.... sin vida. Con parte de su organismo ayudará a otros semejantes a seguir viviendo. Y mientras yo, en medio de toda esta filosofía, intentando autoconvencerme que Rafa ha dejado de ser un enfermo.

Miro a mi alrededor: la actividad en la unidad es palpable. En el “box” dos están intentando calmar el despertar del post-operado que, por las circunstancias, manifiesta frío, mucho frío.

Enfrente, Isabel mira las pupilas de su enfermo: un chaval de veinte años con un traumatismo cráneo-encefálico producido en un accidente cuando conducía una motocicleta. Llegó al hospital con un Glasgow de 13, pero en pocos minutos, bajó a 8 y el neurocirujano aconsejó que fuera hiperventilado con respiración asistida. Hoy, en el cambio de turno, me han comentado: ¡¡Este enfermo tiene que ir bien!!. Su pronóstico “a priori”, es bueno.

Al otro lado, Jesús está atareado en la higiene de una paciente de mediana edad que intentó suicidarse con la ingesta de cáustico. La intervención a la que ha sido sometida no garantiza una mínima calidad de vida.

Programo la bomba de perfusión para la reposición de líquidos y anoto en la gráfica los últimos parámetros del monitor.

La noche sigue su camino. Sentados en el control de enfermería brotan comentarios sobre el infortunio que contemplamos y sobre el estado de ánimo de los familiares que ahora, visitan a nuestros pacientes. Si te acercas al paciente te preguntan:

- Todo va bien, ¿verdad?

Y nosotros aquí, intentando reparar lo que la desgracia ha dejado a merced del futuro. Llegando, en algunos casos, que sea la sabia naturaleza la que solucione lo que la ciencia todavía no llega a entender

- ¿Dónde va el enfermo del quirófano de trauma? - dice el celador - al tiempo que empuja una cama ocupada por un señor mayor, delgado.

Está despierto, consciente. Mira medio atónito a hombres y mujeres inertes conectados mediante cables a pequeñas pantallas. Sus ojos se detienen un momento en las botellas de sueros que cuelgan de las barras del techo. Luego mira la que lleva él, y con la mirada sigue el camino que recorre para quedar expuesta como las otras.

El reloj sigue su monótono camino. Ya ha transcurrido la mitad de la jornada. Suena el teléfono: me comunican que el donante ya puede subir al quirófano.

Desconecto a Rafa del monitor. Coloco las bombas en el soporte de la cama para el traslado y desconecto su fuente de aire. Ahora son mis manos, mediante un balón de oxígeno, las que nutren a este cuerpo inanimado del gas de vida. Vida a quien no la tiene.

El camino se hace largo, ni el celador que empuja la cama ni yo articulamos palabra. No es necesario. Mis pensamientos van dirigidos a las dos figuras abrazadas, que mirando el suelo, se alejaban de su ser querido. Ya en la puerta del quirófano dejo el balón en otras manos y esta es toda mi despedida: fría, impersonal, anónima.

SUCEDIO UNA NOCHE (1ª parte)

Es ya la hora del crepúsculo. Corre una ligera brisa. Hacia poniente las nubes se tornan del color del vino. Siempre hay una sensación especial de vida y de muerte. Y por esto produce alegría y tristeza a la vez.

El coche recorre lentamente el aparcamiento, buscando un hueco donde pasar la noche. Fracciono la sinfonía del Nuevo Mundo, que sonaba en el CD y bajo del vehículo.

Delante de mí se levantan las tres torres circulares bañadas por los reflejos de un sol, que caduca minuto a minuto. La más alta, de veinte pisos de altura, acogerá mi alma durante las próximas doce horas.

La puerta de cristal se cierra automáticamente detrás de mí, acogiéndome el olor característico del hospital. En este lugar los seres humanos han dejado: esperanzas, alegrías, añoranzas, pesimismo, tristezas, desengaños, desánimos, rencores, envidias y tantos y tantos sentimientos que el hombre tiene dentro de sí y que tan fácil le resulta dejar reflejados en las situaciones límites en este recinto.

Con el paso apresurado me dirijo a reanimación de urgencias. Para ello debo cruzar la sala de espera. Es pequeña y a esta hora está muy concurrida. En tanto que la noche avance irá despejándose. La diversidad del género humano es manifiesta. Un hombre con traje y corbata lee el periódico junto a una muchacha joven, que apoyando la cabeza entre sus manos, mantiene sus párpados entornados. La unión de pequeños susurros se convierte en un murmullo molesto que dificulta escuchar el nombre que, con una voz metálica suena por megafonía.

La unidad de reanimación de urgencias tiene una capacidad máxima de diez enfermos. En ella recibimos a los pacientes críticos que genera el hospital o el exterior. Cuatro enfermeros, dos auxiliares, y un anestesista hacemos frente a todas las circunstancias que deparan el hacer y deshacer de la vida. Las compañeras de tarde nos cuentan la evolución de los pacientes en las últimas horas que, muchas veces en estos enfermos, es muy importante.

Tenemos camas vacías. Voy a ver cómo están los quirófanos. Los dos funcionan: en trauma están haciendo una fractura de fémur, y en cirugía un sangrante. Hace poco que los dos han empezado a trabajar.

Los monitores extienden sus estelas verdes, las bombas de perfusión lanzan sus sobresaltos anunciándonos inquietud y nosotros estamos a la expectativa de otra noche diferente.

Los enfermos que tengo que cuidar son ya conocidos. Rafa tiene cuarenta años. Hace tres días su mujer lo encontró con la cabeza apoyada sobre la mesa, inconsciente. Cuando ingresó se le realizó una T.A.C. craneal y se le diagnosticó un hematoma cerebral masivo. Su pronóstico es infausto . Durante el día de hoy se han realizado dos E.E.G. Se le está tratando como donante de órganos.

Luisa es una mujer de las que hoy llamamos de la tercera edad. Estaba esperando un autobús; posiblemente pensando en sus nietos, cuando de repente se le echó encima un coche que, presumiblemente iba demasiado rápido. Ello le produjo múltiples fracturas. Lo más preocupante son las lesiones torácicas y abdominales, que a su avanzada edad, requieren una atención especial.

Estoy leyendo las historias clínicas de mis enfermos, cuando se acerca el médico para comentarme que la familia de Rafa ha dado autorización para que sea donante.

Es ahora cuando se debe realizar en mi persona una metamorfosis a la que, a pesar de los años, aún no me he acostumbrado. Rafa deja de ser un enfermo para convertirse en un cadáver que debo cuidar. Tengo que mimar sus órganos vitales, para que otras personas puedan seguir viviendo.

Suena el teléfono. Preguntan si pueden pasar los familiares del donante. De lejos asiento con la cabeza, voy reponiendo la diuresis y comento con la coordinadora de trasplantes a qué hora se realizará la extracción.

Para llegar a los pies de la cama de Rafa su familia debe cruzar más de la mitad de la unidad. Su mujer y su hijo miran fijamente su meta; quizás con la esperanza de ver un movimiento en el cuerpo inerte de su ser querido. Al llegar junto a él le acarician. La mujer desprende emotivos brillos de sus ojos, presagio de unas lágrimas. Me alejo tragando saliva, evitando la mirada de ella que parece interrogarme sobre el porqué de esta situación.

Los cabellos blancos de Luisa están alborotados. Han perdido el tono liloso que, con elegancia, paseaba unos días atrás. Está sedada y relajada, su cara no manifiesta sufrimiento y me pregunto si su mente, estará tan tranquila como su faz.

Conectada al respirador, su tórax se eleva asimétricamente catorce veces por minuto y su corazón late dejando complejos arrítmicos en la pantalla del monitor.

Las manos de Luisa enseñan una vida de trabajo. Su piel reproduce los pliegues de la edad. Su marido ha dejado junto a una de ellas un rosario de pétalos de rosas rojas, que compraron en su viaje a Italia, en la Vía Conciliacione, en la entrada del Vaticano, con la esperanza de que ayude a su pronto restablecimiento.

Me acerco al control de enfermería y me cruzo con las figuras abrazadas de la madre y del hijo, con la mirada en el suelo, hundidas en el dolor de la desesperanza.

miércoles, 21 de octubre de 2009

OLOR DE COLÒNIA Comentari de libre

Un gran incendi trenca la monotonia de la Colònia. Els magatzems cremen pels quatre costats. El fum ho empudega tot. La sirena sona sense parar, tothom és al carrer. La lluita per salvar la fàbrica és desesperada. Per fi una veu crida: ja no hi queda ningú! Es dóna per apagat el foc, i amos i treballadors van a l'església en acció de gràcies. Realment no hi quedava ningú? Atrapat, atrapat queda el lector fins a l'última pàgina d'aquesta novel·la, punyent com la vida dels seus protagonistes, amb un final sorprenent i sense concessions. Olor de Colònia evoca la vida d'una colònia tèxtil i les enverinades relacions socials, la combinació de despotisme i condescendència que, cap als anys 50, regeix la seva vida. Néixer, viure, reproduir-se i morir entre les parets d'una fàbrica. Una gran fàbrica que va més enllà dels llocs de treball, que és també l'escola per als fills, l'església, les botigues i les cases per viure-hi.

lunes, 19 de octubre de 2009

OCTUBRE (Miquel Marti Pol)


Ningú no entén l’octubre

sense bolets,

vull dir dels de menjar,

no pas dels altres,

tant si són rovellons

com cama-secs

són bons tant per collir

com per menjar-se’ls.

El bosc és de tothom

i es generós,

però no hi podem fer qualsevol cosa,

perquè sigui puixant

com volem tots

convé tractar-lo amb mes

traça que força.

Si ho fem aixi, camins

i rierols

arbres i vent i ocells

i bestioles

seran amics de tots,

i mantindrem

el seu record ben viu

de nit i dia

perquè per sempre més,

a xics i a grans,

ens facin una grata

companyia.

domingo, 18 de octubre de 2009

Mañana nevada

Aquella mañana de Navidad, las calles aparecieron blancas. Era la primera vez que veía una cosa así. Mi madre me resguardo con un abrigo de color camello y me cubrió la cabeza con un sombrero tirolés.

Mi padre cogió la cámara de hacer fotografías, cosa que solo ocurría en las grandes ocasiones y, salimos a la calle blanca, fría, crepitando bajo mis pequeños pies.

Los pocos coches que circulaban lo hacían con suma precaución, incluso algunos vecinos habían sacado sus esquís a la calle y por la pequeña pendiente de la subida del metro se lanzaban con una cara de velocidad exagerada para aquellas circunstancias.

La subida del metro; así se denomina y se denominaba la entrada a la estación de Santa Eulalia. En aquel diciembre de 1962 era totalmente diferente de la actualidad. Pocas cosas se conservan de antes.

Ya desaparecieron las dos bocas, una de entrada y otra de salida. Las dos confluían en una escalera circular, ancha, que ascendía hasta el puente de hierro de la Torrasa. Según explicaban era el puente más largo del mundo, pues unía Barcelona con Murcia, eso lo decía por el numero de inmigrantes murcianos que habitaban en este barrio de l’Hospitalet

La estación de Santa Eulalia estaba al descubierto, los andenes estaban cubiertos por placas de uralita y sólo llegaba una vía. Era curioso el ver salir a los pasajeros por una parte del tren, mientras que los que querían subir se esperaban enganchados a la puertas del otro lado.

Recuerdo las taquilleras, vestidas de azul marino, con los cuellos y los puños blancos, embutidas en aquellas garitas estrechas acristaladas, desde solo se podían ver sus manos apretando unos botones que hacían salir el trozo de cartulina blanco, grabado en tinta azul el importe del billete 1,50 Ptas, acompañado de aquel ruido de motor ronco y sórdido

Alguna vez se sentía por la megafonía metálica de la estación una voz, entonces siempre en castellano que decía “Este tren no admite viajeros” y, entonces se iba vacío.

Me gustaba subir al primer vagón, me podía enganchar al vidrio de delante, al lado de la cabina del conductor y ver como se acercaban las estaciones: Bordeta, Mercado Nuevo…. Allí nos metíamos en el túnel y si el conductor había dejado la puerta de la cabina abierta, podía ver como conectaba las luces e iluminaba las vías amplias y negras.

Sants, Hostafrachs y España, con “ñ” el asunto de “Espanya” también fue posterior. Cuando el tren entraba en esta estación, se encendían las bombillas que había al borde del anden, como dando la bienvenida al convoy.

Allí acababa el trayecto de aquella mañana invernal, salía de las tripas de la ciudad por unos pasadizos adornados con anuncios de “Tintes Iberia” o de “Anti-polilla Cruz Verde”.

Caminaba de la mano de mis progenitores. Ellos se miraban y se sonreían, yo los miraba satisfecho ignorante de todo cuanto ocurría en aquella época oscura.

El Metro tenia otro encanto, supongo que la mirada de aquel niño de ocho años, con la ilusión puesta en el paisaje nevado.