No tengo ante mi la flor amarilla de la inspiración. Tampoco me hace falta; otras veces he escrito y no la tenía.
Ahora, rodeado de plantas, un ambiente verde me observa; el sol de atardecer me ilumina, con el tórax lleno de humo de un cigarrillo bajo en nicotina.
No hay rosa amarilla que me inspire, pero para lo que voy a relatar a continuación no necesito la compañía de las musas; es algo que surge del mismo modo, que el agua cristalina brota del manantial.
Todo empezó una tarde invernal, en una casa fría, cuando la luz se esconde con vergüenza y da paso a ese paño grisáceo, a esa hora que no es ni de día ni de noche y en el animo humano aparece el aburrimiento, ronda la desolación, la melancolía y la tristeza.
Se movía por la casa, sin rumbo fijo, sin saber que hacer. Coger un libro le suponía un esfuerzo desmesurado: abrir sus hojas comportaba conocer algo que no deseaba; escribir era dejar sus pensamientos sobre un papel blanco, que creía demasiado suyos para darlos a conocer a una hoja blanca desconocida, muda, sin respuesta.
Lo mas fácil, para romper su hastío seria conectar el pequeño transistor; pero no quería oír música. Necesitaba escuchar una voz, alguien que hable por aquella cajita y ella, cerrando sus ojos verdes haría el resto.
El “clic” del interruptor dio paso a una voz masculina, penetrante y segura, cerro los párpados y reclinando su cabeza en el respaldo del sofá, abrió al máximo sus oídos para oír al personaje desconocido.
Le habla de una etnia distinta a la suya: una sociedad falta de libros, discos, rompecabezas; aquella voz aseguraba felicidad con los pies descalzos. El transistor le estaba vendiendo una imagen que se le antojaba demasiado manipulada.
Cerró el interruptor y lanzó el receptor al otro lado del sofá. Se puso de pie. Froto su rostro con las manos y empezó a llorar con fuerza. El peso de aquella tarde gris era excesivo para cargarlo a sus espaldas.
Se sentó. Pensó que el estado anímico la estaba venciendo, librando una batalla cuya única victoria seria la normalidad.
Su cuerpo buscó la posición horizontal, las lagrimas surgían de sus ojos y se deslizaban por sus finas mejillas; mas tarde se perdió en el sueño.
Hasta aquí lo de la joven muchacha le hubiera podido suceder a cualquiera, pero lo que a partir de ahora cuento es sorprendente, novedoso, y si me permiten, la comunión de ambos adjetivos, lo podrían hacer aterrorizante.
Cuando sus párpados se unieron y su respiración adquirió el ritmo profundo de la persona dormida, en la estancia, surgían de la pared, pequeños seres luminosos que se deslizaban por entre los blancos granos del estucado, hasta llegar al frío suelo de terrazo; en poco tiempo, todo era luz sobre el uniforme mosaico cuadriculado de la estancia.
Pequeñas ascuas avanzaban hacia el sofá, subían por sus bajos y pronto empezaron a cubrir el cuerpo de la muchacha.
Ella seguía durmiendo, no percibiendo la molestia de sus encendidos visitantes, ni tampoco el calor que emanaban aquellos diablillos.
Su sueño era tan profundo, que no sentía como su cara se cubría lentamente por las minibrasas, que se introducían por doquier, su boca abierta, los orificios de la nariz, algunos movían sus largas pestañas, otros por sus oídos, no sin antes caer entre los pliegues de sus orejas.
En poco tiempo aquellas animas inundaron la mente de la muchacha que seguía dormida.
El tiempo pasaba y a esa hora que suele calificarse de intempestiva, abrió los ojos al máximo con la impresión que le salían de sus órbitas.
Miró a su entorno, pensando en si era observada, toco las paredes, abrió puertas, miro bajo la cama, los armarios y en los rincones mas escondidos, buscando a este alguien vigilante.
Sorprendida por su despertar, se sentó reflexionando sobre lo ocurrido, pero fue interrumpida por la sensación de que sus pensamientos eran leídos e interpretados por alguien.
De nuevo volvió a remover la casa, arrojaba lo que encontraba a su paso, el ruido era manifiesto y los vecinos no tardaron en llamar a su puerta.
El sonido eléctrico de la llamada, puso sus músculos en tensión y de un salto coloco la espalda en la pared, deslizándose sobre ella se sentó en el suelo; estrujándose la cabeza entre sus manos, oía convulsionando aquella llamada estruendosa.
...............
Ahora la tarde gris, ha sido sustituida por un sol primaveral. Ella, tras unos altos ventanales, contempla las flores de un jardín de lo que imagina una lujosa mansión.
No por ello, deja de preocuparle la habitación acolchada, sin muebles, con ventana enrejada.
Se encuentra en un hospital psiquiatrico, allí intentaran extraerle lo que una tarde gris de invierno entro en su mente: las brasas de la locura.