jueves, 29 de octubre de 2009

LAS BRASAS DE LA LOCURA

No tengo ante mi la flor amarilla de la inspiración. Tampoco me hace falta; otras veces he escrito y no la tenía.

Ahora, rodeado de plantas, un ambiente verde me observa; el sol de atardecer me ilumina, con el tórax lleno de humo de un cigarrillo bajo en nicotina.

No hay rosa amarilla que me inspire, pero para lo que voy a relatar a continuación no necesito la compañía de las musas; es algo que surge del mismo modo, que el agua cristalina brota del manantial.

Todo empezó una tarde invernal, en una casa fría, cuando la luz se esconde con vergüenza y da paso a ese paño grisáceo, a esa hora que no es ni de día ni de noche y en el animo humano aparece el aburrimiento, ronda la desolación, la melancolía y la tristeza.

Se movía por la casa, sin rumbo fijo, sin saber que hacer. Coger un libro le suponía un esfuerzo desmesurado: abrir sus hojas comportaba conocer algo que no deseaba; escribir era dejar sus pensamientos sobre un papel blanco, que creía demasiado suyos para darlos a conocer a una hoja blanca desconocida, muda, sin respuesta.

Lo mas fácil, para romper su hastío seria conectar el pequeño transistor; pero no quería oír música. Necesitaba escuchar una voz, alguien que hable por aquella cajita y ella, cerrando sus ojos verdes haría el resto.

El “clic” del interruptor dio paso a una voz masculina, penetrante y segura, cerro los párpados y reclinando su cabeza en el respaldo del sofá, abrió al máximo sus oídos para oír al personaje desconocido.

Le habla de una etnia distinta a la suya: una sociedad falta de libros, discos, rompecabezas; aquella voz aseguraba felicidad con los pies descalzos. El transistor le estaba vendiendo una imagen que se le antojaba demasiado manipulada.

Cerró el interruptor y lanzó el receptor al otro lado del sofá. Se puso de pie. Froto su rostro con las manos y empezó a llorar con fuerza. El peso de aquella tarde gris era excesivo para cargarlo a sus espaldas.

Se sentó. Pensó que el estado anímico la estaba venciendo, librando una batalla cuya única victoria seria la normalidad.

Su cuerpo buscó la posición horizontal, las lagrimas surgían de sus ojos y se deslizaban por sus finas mejillas; mas tarde se perdió en el sueño.

Hasta aquí lo de la joven muchacha le hubiera podido suceder a cualquiera, pero lo que a partir de ahora cuento es sorprendente, novedoso, y si me permiten, la comunión de ambos adjetivos, lo podrían hacer aterrorizante.

Cuando sus párpados se unieron y su respiración adquirió el ritmo profundo de la persona dormida, en la estancia, surgían de la pared, pequeños seres luminosos que se deslizaban por entre los blancos granos del estucado, hasta llegar al frío suelo de terrazo; en poco tiempo, todo era luz sobre el uniforme mosaico cuadriculado de la estancia.

Pequeñas ascuas avanzaban hacia el sofá, subían por sus bajos y pronto empezaron a cubrir el cuerpo de la muchacha.

Ella seguía durmiendo, no percibiendo la molestia de sus encendidos visitantes, ni tampoco el calor que emanaban aquellos diablillos.

Su sueño era tan profundo, que no sentía como su cara se cubría lentamente por las minibrasas, que se introducían por doquier, su boca abierta, los orificios de la nariz, algunos movían sus largas pestañas, otros por sus oídos, no sin antes caer entre los pliegues de sus orejas.

En poco tiempo aquellas animas inundaron la mente de la muchacha que seguía dormida.

El tiempo pasaba y a esa hora que suele calificarse de intempestiva, abrió los ojos al máximo con la impresión que le salían de sus órbitas.

Miró a su entorno, pensando en si era observada, toco las paredes, abrió puertas, miro bajo la cama, los armarios y en los rincones mas escondidos, buscando a este alguien vigilante.

Sorprendida por su despertar, se sentó reflexionando sobre lo ocurrido, pero fue interrumpida por la sensación de que sus pensamientos eran leídos e interpretados por alguien.

De nuevo volvió a remover la casa, arrojaba lo que encontraba a su paso, el ruido era manifiesto y los vecinos no tardaron en llamar a su puerta.

El sonido eléctrico de la llamada, puso sus músculos en tensión y de un salto coloco la espalda en la pared, deslizándose sobre ella se sentó en el suelo; estrujándose la cabeza entre sus manos, oía convulsionando aquella llamada estruendosa.

...............

Ahora la tarde gris, ha sido sustituida por un sol primaveral. Ella, tras unos altos ventanales, contempla las flores de un jardín de lo que imagina una lujosa mansión.

No por ello, deja de preocuparle la habitación acolchada, sin muebles, con ventana enrejada.

Se encuentra en un hospital psiquiatrico, allí intentaran extraerle lo que una tarde gris de invierno entro en su mente: las brasas de la locura.

domingo, 25 de octubre de 2009

SUCEDIO UNA NOCHE ( y 3ª parte)

Dentro de unos días llegará una carta con membrete de un hospital de alguna ciudad, agradeciendo el haber generado unos órganos que fueron reimplantados con éxito a otras personas. Ahí finaliza todo este camino largo y frío.

Antes de entrar en la unidad me dirijo a la máquina de café que hay en la sala de espera. Ahora está ocupada por cinco personas; acurrucadas, somnolientas, cubiertas por sus prendas de abrigo esperando noticias de sus familiares.

El vaso de plástico irrumpe en la pequeña ventana inferior. Se va llenando. En el luminoso aparece una frase: “permítase un momento de relax”.

Retiro el recipiente y removiendo el azúcar me encamino a reanimación intentado olvidar mi último recuerdo.

Los enfermos post-operados ya están en la planta. La noche avanza. Sentado en una incómoda silla levanto los pies sobre la mesa. Siento pesadez en las pantorrillas. En el ambiente se escucha el monótono ruido de los respiradores, roto esporádicamente por la alarma de un pulsioxímetro, que se ha desconectado de un paciente.

Jesús se ha conectado a su pequeño transistor escuchando la repetición de un programa deportivo. Isabel ha entornado los ojos, al tiempo que las hojas impresas de su libro han perdido la perpendicularidad. El anestesista se ha echado en el pequeño catre de su despacho.

Sigue su curso la noche. El exterior desierto. El interior esperanzador. El cielo oscuro. Es esa hora en la que las ciudades sólo son piedra, ángulos y palomas dormidas.

Un desgarrador sonido irrumpe en la estancia. Una luz roja, intermitente hace que la adrenalina haga acto de presencia. Un resorte interior me dispara hace que me levante. Jesús ya se esta enfundando unos guantes. Le imito. El anestesista abre la puerta de su despacho con los ojos entornados y nos sigue.

El médico de la puerta anuncia la llegada de una urgencia inmediata.

El box “C”, está preparado para ello. Aparecen ante nosotros los camilleros de la ambulancia con una mujer de unos cuarenta y cinco años inerte, sin signos de violencia y apariencia cadavérica.

- ¡¡Parada cardíaca!!

Entre todos colocamos a la infortunada en la camilla. Sin comentarios, monitorizamos. Una línea isoléctrica hace que salte sobre el pecho de la paciente comenzando las maniobras de masaje cardíaco.

- ¡¡ Laringo !!, tubo del 8

Jesús ya tiene una vía. Ha sacado una muestra de sangre.

En la pantalla del monitor aparecen las muestras del miocardio estrangulado entre la columna vertebral y el esternón.

Los fármacos irrumpen en las venas de la paciente. El oxígeno ya hincha sus pulmones; pero su vida sigue colgada del viento.

Estoy cansado. Pido a mi compañero que siga con el masaje. En tanto atenderé las demandas farmacológicas.

Un complejo cardíaco de esperanza aparece en el monitor, detrás otro y otro. El color rosáceo vuelve a su piel. Las pupilas son mínimamente reactivas.

Nos miramos sin decir nada.

El futuro nadie lo sabe, pero el presente nos genera una satisfacción indescriptible.

Con la preocupación de ese futuro, me entrevisto con los hijos de Ana. No entienden que ha ocurrido, ayer estaba perfectamente y esta noche manifestó un cansancio especial.

Su marido estaba sentado, sin querer saber que había pasado. Su rostro inexpresivo, desaseado por las prisas, dejaba ver unos ojos azules, brillantes, destacando sobre una piel morena.

Les aconsejo que esperen en la sala de espera. Ese lugar impersonal, incomodo, donde los minutos tienen el peso de las horas y éstas las losas de los días.

Cuando vuelvo al lado de Ana, a medir sus presiones, anotar sus respiraciones y latidos, mis pensamientos vuelan buscando una explicación a todo lo que me rodea y al sufrimiento de ese hombre desaseado, hundido en los recuerdos .

A veces, no vemos las cosas que hay a nuestro alrededor como realmente son, sino como las queremos ver. Y yo, hasta aquel momento, nunca había sabido ver con claridad como era la vida. Porque la vida es hermosa, hay que aprender a valorarla y vivirla intensamente, pero con respeto. Sabiendo que en segundos gira y deja al descubierto un sinfín de matices grises

La noche está llegando a su fin. La aurora recorta las nubes con una luz blanca y el paisaje se viste de existencialismo.

Los párpados se vuelven pesados, los músculos se agarrotan; mientras las manos anotan las últimas constantes de la noche de hoy.

El panecillo con mantequilla y el café con leche anuncian el nuevo día. Ahora sólo falta la llegada del personal para contarle las incidencias de la noche. Día, noche. Aurora, crepúsculo. Vida, muerte.

En el vestuario los comentarios son mínimos, alguna alusión al trabajo de esa noche, o bien al que hacer del día. Yo pienso en el quirófano donde he dejado a Rafa, el rosario que hay entre las manos de Luisa y ese latido esperanzador de Ana. Deseo lo mejor para ellos.

La puerta de cristal se abre a mi paso. Con el periódico bajo el brazo irrumpo en el frescor del nuevo día. El sol se refleja en mis gafas y acaricia mis mejillas. Su proyección dibuja mi sombra alargada sobre el asfalto del aparcamiento. Los decorados toman realismo. El andar del prójimo adquiere ritmo y el mundo sigue girando entre la parca y la existencia

viernes, 23 de octubre de 2009

SUCEDIO UNA NOCHE (2ª parte)

Comento con mis compañeros la escena. Las palabras que pronunciamos son como monosílabos. Todos somos conscientes de los cambios que la vida puede dar en unos segundos, y lo que pesan estos segundos en la vida.

Por la ventana se ve el pasar del tiempo al ritmo del río cercano que va hacia el mar. Los minutos caían lentamente y las agujas del reloj tropezaban con ellos. Las nubes de color burdeos han dado paso a la oscuridad de la noche, rota por las luces amarillas de las farolas. Los últimos familiares abandonan el recinto hospitalario después de visitar a unos enfermos necesitados de algo más que unos cuidados clínicos o quirúrgicos.

Miro el reloj. Se acerca la hora de ir a cenar; tomaré las constantes e intentaré disfrutar de este paréntesis laboral. Acostumbro a sentarme con colegas ajenos a mi servicio. De este modo evito seguir conectado a los enfermos. Algunas veces es inevitable, pero prefiero comentar los partidos de fútbol de la próxima jornada o bien, si la nieve ya ha cubierto las pistas de esquí para la temporada.

Me resulta difícil acabarme el plato de carne guisada por dos motivos: no es muy apetitosa ni en su presencia ni en su condimentación. Por otro lado no consigo desconectar de lo que hace unos minutos he dejado.

El cortado está caliente. Sentado detrás de mis gafas redondas saboreo los últimos suspiros de tranquilidad que por el momento me regala esta noche, que parece por ahora, será de las que se recuerdan.

Al llegar a la unidad observo que el cubículo dos está muy concurrido. Ha salido del quirófano el sangrante de cirugía. Estará con nosotros unas horas y cuando se estabilice podrá subir a la unidad asistencial.

Voy a ver qué me indica el monitor de Rafa. Anoto las constantes en la gráfica de enfermería. La coordinadora me comunica que, en un par de horas, se lo llevaran para realizar la extracción. La diuresis es abundante. La última analítica indicaba un potasio bajo; se tendrá que intentar normalizar esta situación.

Llegado este momento es cuando más difícil me resulta la transformación del pensamiento. Cuando pasen ciento veinte minutos se lo llevaran respirando, latiendo, orinando, con presiones en todo su cuerpo.... pero.... sin vida. Con parte de su organismo ayudará a otros semejantes a seguir viviendo. Y mientras yo, en medio de toda esta filosofía, intentando autoconvencerme que Rafa ha dejado de ser un enfermo.

Miro a mi alrededor: la actividad en la unidad es palpable. En el “box” dos están intentando calmar el despertar del post-operado que, por las circunstancias, manifiesta frío, mucho frío.

Enfrente, Isabel mira las pupilas de su enfermo: un chaval de veinte años con un traumatismo cráneo-encefálico producido en un accidente cuando conducía una motocicleta. Llegó al hospital con un Glasgow de 13, pero en pocos minutos, bajó a 8 y el neurocirujano aconsejó que fuera hiperventilado con respiración asistida. Hoy, en el cambio de turno, me han comentado: ¡¡Este enfermo tiene que ir bien!!. Su pronóstico “a priori”, es bueno.

Al otro lado, Jesús está atareado en la higiene de una paciente de mediana edad que intentó suicidarse con la ingesta de cáustico. La intervención a la que ha sido sometida no garantiza una mínima calidad de vida.

Programo la bomba de perfusión para la reposición de líquidos y anoto en la gráfica los últimos parámetros del monitor.

La noche sigue su camino. Sentados en el control de enfermería brotan comentarios sobre el infortunio que contemplamos y sobre el estado de ánimo de los familiares que ahora, visitan a nuestros pacientes. Si te acercas al paciente te preguntan:

- Todo va bien, ¿verdad?

Y nosotros aquí, intentando reparar lo que la desgracia ha dejado a merced del futuro. Llegando, en algunos casos, que sea la sabia naturaleza la que solucione lo que la ciencia todavía no llega a entender

- ¿Dónde va el enfermo del quirófano de trauma? - dice el celador - al tiempo que empuja una cama ocupada por un señor mayor, delgado.

Está despierto, consciente. Mira medio atónito a hombres y mujeres inertes conectados mediante cables a pequeñas pantallas. Sus ojos se detienen un momento en las botellas de sueros que cuelgan de las barras del techo. Luego mira la que lleva él, y con la mirada sigue el camino que recorre para quedar expuesta como las otras.

El reloj sigue su monótono camino. Ya ha transcurrido la mitad de la jornada. Suena el teléfono: me comunican que el donante ya puede subir al quirófano.

Desconecto a Rafa del monitor. Coloco las bombas en el soporte de la cama para el traslado y desconecto su fuente de aire. Ahora son mis manos, mediante un balón de oxígeno, las que nutren a este cuerpo inanimado del gas de vida. Vida a quien no la tiene.

El camino se hace largo, ni el celador que empuja la cama ni yo articulamos palabra. No es necesario. Mis pensamientos van dirigidos a las dos figuras abrazadas, que mirando el suelo, se alejaban de su ser querido. Ya en la puerta del quirófano dejo el balón en otras manos y esta es toda mi despedida: fría, impersonal, anónima.

SUCEDIO UNA NOCHE (1ª parte)

Es ya la hora del crepúsculo. Corre una ligera brisa. Hacia poniente las nubes se tornan del color del vino. Siempre hay una sensación especial de vida y de muerte. Y por esto produce alegría y tristeza a la vez.

El coche recorre lentamente el aparcamiento, buscando un hueco donde pasar la noche. Fracciono la sinfonía del Nuevo Mundo, que sonaba en el CD y bajo del vehículo.

Delante de mí se levantan las tres torres circulares bañadas por los reflejos de un sol, que caduca minuto a minuto. La más alta, de veinte pisos de altura, acogerá mi alma durante las próximas doce horas.

La puerta de cristal se cierra automáticamente detrás de mí, acogiéndome el olor característico del hospital. En este lugar los seres humanos han dejado: esperanzas, alegrías, añoranzas, pesimismo, tristezas, desengaños, desánimos, rencores, envidias y tantos y tantos sentimientos que el hombre tiene dentro de sí y que tan fácil le resulta dejar reflejados en las situaciones límites en este recinto.

Con el paso apresurado me dirijo a reanimación de urgencias. Para ello debo cruzar la sala de espera. Es pequeña y a esta hora está muy concurrida. En tanto que la noche avance irá despejándose. La diversidad del género humano es manifiesta. Un hombre con traje y corbata lee el periódico junto a una muchacha joven, que apoyando la cabeza entre sus manos, mantiene sus párpados entornados. La unión de pequeños susurros se convierte en un murmullo molesto que dificulta escuchar el nombre que, con una voz metálica suena por megafonía.

La unidad de reanimación de urgencias tiene una capacidad máxima de diez enfermos. En ella recibimos a los pacientes críticos que genera el hospital o el exterior. Cuatro enfermeros, dos auxiliares, y un anestesista hacemos frente a todas las circunstancias que deparan el hacer y deshacer de la vida. Las compañeras de tarde nos cuentan la evolución de los pacientes en las últimas horas que, muchas veces en estos enfermos, es muy importante.

Tenemos camas vacías. Voy a ver cómo están los quirófanos. Los dos funcionan: en trauma están haciendo una fractura de fémur, y en cirugía un sangrante. Hace poco que los dos han empezado a trabajar.

Los monitores extienden sus estelas verdes, las bombas de perfusión lanzan sus sobresaltos anunciándonos inquietud y nosotros estamos a la expectativa de otra noche diferente.

Los enfermos que tengo que cuidar son ya conocidos. Rafa tiene cuarenta años. Hace tres días su mujer lo encontró con la cabeza apoyada sobre la mesa, inconsciente. Cuando ingresó se le realizó una T.A.C. craneal y se le diagnosticó un hematoma cerebral masivo. Su pronóstico es infausto . Durante el día de hoy se han realizado dos E.E.G. Se le está tratando como donante de órganos.

Luisa es una mujer de las que hoy llamamos de la tercera edad. Estaba esperando un autobús; posiblemente pensando en sus nietos, cuando de repente se le echó encima un coche que, presumiblemente iba demasiado rápido. Ello le produjo múltiples fracturas. Lo más preocupante son las lesiones torácicas y abdominales, que a su avanzada edad, requieren una atención especial.

Estoy leyendo las historias clínicas de mis enfermos, cuando se acerca el médico para comentarme que la familia de Rafa ha dado autorización para que sea donante.

Es ahora cuando se debe realizar en mi persona una metamorfosis a la que, a pesar de los años, aún no me he acostumbrado. Rafa deja de ser un enfermo para convertirse en un cadáver que debo cuidar. Tengo que mimar sus órganos vitales, para que otras personas puedan seguir viviendo.

Suena el teléfono. Preguntan si pueden pasar los familiares del donante. De lejos asiento con la cabeza, voy reponiendo la diuresis y comento con la coordinadora de trasplantes a qué hora se realizará la extracción.

Para llegar a los pies de la cama de Rafa su familia debe cruzar más de la mitad de la unidad. Su mujer y su hijo miran fijamente su meta; quizás con la esperanza de ver un movimiento en el cuerpo inerte de su ser querido. Al llegar junto a él le acarician. La mujer desprende emotivos brillos de sus ojos, presagio de unas lágrimas. Me alejo tragando saliva, evitando la mirada de ella que parece interrogarme sobre el porqué de esta situación.

Los cabellos blancos de Luisa están alborotados. Han perdido el tono liloso que, con elegancia, paseaba unos días atrás. Está sedada y relajada, su cara no manifiesta sufrimiento y me pregunto si su mente, estará tan tranquila como su faz.

Conectada al respirador, su tórax se eleva asimétricamente catorce veces por minuto y su corazón late dejando complejos arrítmicos en la pantalla del monitor.

Las manos de Luisa enseñan una vida de trabajo. Su piel reproduce los pliegues de la edad. Su marido ha dejado junto a una de ellas un rosario de pétalos de rosas rojas, que compraron en su viaje a Italia, en la Vía Conciliacione, en la entrada del Vaticano, con la esperanza de que ayude a su pronto restablecimiento.

Me acerco al control de enfermería y me cruzo con las figuras abrazadas de la madre y del hijo, con la mirada en el suelo, hundidas en el dolor de la desesperanza.

miércoles, 21 de octubre de 2009

OLOR DE COLÒNIA Comentari de libre

Un gran incendi trenca la monotonia de la Colònia. Els magatzems cremen pels quatre costats. El fum ho empudega tot. La sirena sona sense parar, tothom és al carrer. La lluita per salvar la fàbrica és desesperada. Per fi una veu crida: ja no hi queda ningú! Es dóna per apagat el foc, i amos i treballadors van a l'església en acció de gràcies. Realment no hi quedava ningú? Atrapat, atrapat queda el lector fins a l'última pàgina d'aquesta novel·la, punyent com la vida dels seus protagonistes, amb un final sorprenent i sense concessions. Olor de Colònia evoca la vida d'una colònia tèxtil i les enverinades relacions socials, la combinació de despotisme i condescendència que, cap als anys 50, regeix la seva vida. Néixer, viure, reproduir-se i morir entre les parets d'una fàbrica. Una gran fàbrica que va més enllà dels llocs de treball, que és també l'escola per als fills, l'església, les botigues i les cases per viure-hi.

lunes, 19 de octubre de 2009

OCTUBRE (Miquel Marti Pol)


Ningú no entén l’octubre

sense bolets,

vull dir dels de menjar,

no pas dels altres,

tant si són rovellons

com cama-secs

són bons tant per collir

com per menjar-se’ls.

El bosc és de tothom

i es generós,

però no hi podem fer qualsevol cosa,

perquè sigui puixant

com volem tots

convé tractar-lo amb mes

traça que força.

Si ho fem aixi, camins

i rierols

arbres i vent i ocells

i bestioles

seran amics de tots,

i mantindrem

el seu record ben viu

de nit i dia

perquè per sempre més,

a xics i a grans,

ens facin una grata

companyia.

domingo, 18 de octubre de 2009

Mañana nevada

Aquella mañana de Navidad, las calles aparecieron blancas. Era la primera vez que veía una cosa así. Mi madre me resguardo con un abrigo de color camello y me cubrió la cabeza con un sombrero tirolés.

Mi padre cogió la cámara de hacer fotografías, cosa que solo ocurría en las grandes ocasiones y, salimos a la calle blanca, fría, crepitando bajo mis pequeños pies.

Los pocos coches que circulaban lo hacían con suma precaución, incluso algunos vecinos habían sacado sus esquís a la calle y por la pequeña pendiente de la subida del metro se lanzaban con una cara de velocidad exagerada para aquellas circunstancias.

La subida del metro; así se denomina y se denominaba la entrada a la estación de Santa Eulalia. En aquel diciembre de 1962 era totalmente diferente de la actualidad. Pocas cosas se conservan de antes.

Ya desaparecieron las dos bocas, una de entrada y otra de salida. Las dos confluían en una escalera circular, ancha, que ascendía hasta el puente de hierro de la Torrasa. Según explicaban era el puente más largo del mundo, pues unía Barcelona con Murcia, eso lo decía por el numero de inmigrantes murcianos que habitaban en este barrio de l’Hospitalet

La estación de Santa Eulalia estaba al descubierto, los andenes estaban cubiertos por placas de uralita y sólo llegaba una vía. Era curioso el ver salir a los pasajeros por una parte del tren, mientras que los que querían subir se esperaban enganchados a la puertas del otro lado.

Recuerdo las taquilleras, vestidas de azul marino, con los cuellos y los puños blancos, embutidas en aquellas garitas estrechas acristaladas, desde solo se podían ver sus manos apretando unos botones que hacían salir el trozo de cartulina blanco, grabado en tinta azul el importe del billete 1,50 Ptas, acompañado de aquel ruido de motor ronco y sórdido

Alguna vez se sentía por la megafonía metálica de la estación una voz, entonces siempre en castellano que decía “Este tren no admite viajeros” y, entonces se iba vacío.

Me gustaba subir al primer vagón, me podía enganchar al vidrio de delante, al lado de la cabina del conductor y ver como se acercaban las estaciones: Bordeta, Mercado Nuevo…. Allí nos metíamos en el túnel y si el conductor había dejado la puerta de la cabina abierta, podía ver como conectaba las luces e iluminaba las vías amplias y negras.

Sants, Hostafrachs y España, con “ñ” el asunto de “Espanya” también fue posterior. Cuando el tren entraba en esta estación, se encendían las bombillas que había al borde del anden, como dando la bienvenida al convoy.

Allí acababa el trayecto de aquella mañana invernal, salía de las tripas de la ciudad por unos pasadizos adornados con anuncios de “Tintes Iberia” o de “Anti-polilla Cruz Verde”.

Caminaba de la mano de mis progenitores. Ellos se miraban y se sonreían, yo los miraba satisfecho ignorante de todo cuanto ocurría en aquella época oscura.

El Metro tenia otro encanto, supongo que la mirada de aquel niño de ocho años, con la ilusión puesta en el paisaje nevado.

sábado, 17 de octubre de 2009

MASTERCARD

Antonio se despierta en casa con una resaca monumental. Se esfuerza en abrir los ojos, y lo primero que ve es un par de aspirinas y un vaso de agua en la mesita de noche. Se sienta y ve su ropa toda bien limpia y planchada frente a él.

Antonio mira alrededor de la habitación y ve que todo está en perfecto orden y limpio. El resto de la casa está igual. Toma las aspirinas y ve una nota sobre la mesa:

Cariño, el desayuno está en la cocina, salí temprano para hacer unas compras.

“Te quiero."

Así que va a la cocina, y como no, ahí estaba el desayuno y el periódico del día

esperándole. Su hijo también está en la mesa almorzando. Antonio le pregunta:

Su hijo le contesta, bien, pues volviste a las 5 de la madrugada, borracho como una

cuba y con delirios. Rompiste algunos muebles, vomitaste en el pasillo y se

te puso un ojo morado cuando te diste contra la puerta."

Confundido, Antonio pregunta,

" ¿Y cómo es que todo está tan limpio y ordenado, y el desayuno

esperándome en la mesa?"

Su hijo contesta, Ah, eso! Mamá te arrastró hacia el dormitorio y cuando intentó quitarte los pantalones, tu gritaste:

"¡¡¡ Señora, déjeme en paz, soy un hombre casado !!!"

Una resaca autoinducida - 1000.- euros

Mobiliario roto - 2000 .-euros

Desayuno – 10.- euros

Decir la frase adecuada ..... no tiene precio

viernes, 16 de octubre de 2009

1.800 Tablones

El desgarrador pitido del despertador, le anunciaba que la hora había llegado.

La luz y el bullicio de la calle entraban por la ventana. Despojándose de la floreada sabana que cubría su cuerpo, encaminaba sus pasos hacia la vigorizante ducha.

En la cama, aún durmiendo estaba ella; se acostó pronto, pero no podía dormir, hacia mucho calor. Se justificaba, pero la realidad era otra bien distinta.

Cada año, aquel mismo día y bajo aquellos tímidos rayos de sol, corre el encierro.

Se secó mas bien ansioso y expectante que nervioso, y se enfundo de blanco y rojo. Aquella albura correría con él, en contraste con el negro velludo de la piel del toro.

Suavemente acarició su frente temeroso de despertarla. Cerró la puerta, salió a la calle, que se le antojaba desafiante.

Con el golpe ella abrió los ojos.

Había oído el despertador, el agua de la ducha y por supuesto los labios que rozaron su frente. Sentía como cada año el peso de su corazón dentro del pecho.

Miró el reloj de la mesilla de noche. Las siete y media. Cogió el paquete de Ducados y puso un cigarrillo entre sus labios secos.

Apoyando su espalda en el cabezal de la cama y, entre el humo del tabaco, el estruendoso ir y venir callejero, paulatinamente se apoderaba de ella.

Pensaba en él. ¿Donde estará? ¿Comprando el periódico? ¿Tal vez ojeando ya las noticias del día anterior? ... el encierro ... la corrida ... la actuación nocturna en la Plaza del Castillo.

Otra aspiración profunda, los pulmones llenos de humo.

Por su calle no pasaba el encierro, mas podía sentir perfectamente, lo que ocurría en el tramo, apenas cien metros que anhelaba correr.

Pensaba en los momentos que lo habían recorrido juntos, cogidos de la mano, recreando sus miradas en los portales, en los balcones, en las aceras, adoquines y en las pequeñas callejuelas. Esperaba que le sirvieran de ayuda.

Apago el cigarrillo. Miro el reloj. Las siete cuarenta y cinco. Seguramente él estaría expectante, junto a la portezuela de madera, con pie derecho en la pared pasando unas hojas que no leería.

Estaba en lo cierto. Mira de refilón calle abajo, observa a todo aquel que se le acerca.

Desde la cama, mientras entorna sus ojos, lo ve desconfiado. Tenia razón.

Cada año igual. Siempre las mismas preguntas. ¿Que pretende demostrar? ¿A quien? ¿A si mismo, tal vez?.

Faltaban cinco minutos. El corazón empieza a correr, se levanta, sus manos sostienen medio vaso de agua que deja junto al despertador, su enemigo, con la manecilla rozando la primera cifra de las doce.

Otro cigarrillo. Cierra los ojos, en espera de que sus tímpanos vibren con el estruendo de petardo que da salida a los toros.

No llega, falta poco, muy poco. ¡Ahora!

Él estará con el periódico enrollado en su mano derecha, sus piernas saltando, bailando esta danza de vida o de muerte.

En la cama, con los ojos prietos, muy prietos, el corazón galopante, la garganta seca, agrietada por la angustia. Ve como los primeros cabestros enfilan Estafeta. Lo ve saltando, esperando, sudando.

Deja pasar a la ingente cantidad que se encamina a la plaza, sus piernas se sueltan, el periódico, guiado con la mano diestra, busca el hocico del astado.

No quiere pensar mas. Ansia oír el petardo que dé por terminada aquella estampida; cada año mas deseado.

Sus ojos se abren y se clavan en el despertador, no parpadea, solo mira los segundos que van transcurriendo, cualquiera de ellos puede ser el último.

No se oye la detonación , el tiempo pasa y no llega.

¿Habrá rozado un pitón su ropa blanca?

La tarde anterior, la estuvo planchando con odio, ahora sufre para que no se manche de rojo.

¡Por fin sonó!. Compás de espera, pero sigue angustiada. Podría informarse mas no lo desea.

Cuatro minutos y medio, doscientos setenta segundos de correrías, revolcones, pitonazos, sangre, dolor, muerte.

Ahora solo le queda esperar. Esperar y confiar que vuelva a casa cuanto antes. Esperar es su consuelo.

Él sabe el dolor que causa con su terquedad anual. Por ello intenta volver junto a ella cuanto antes.

Enciende otro cigarrillo con manos temblorosas. Intenta relajar su cuerpo; no puede, solo piensa. Todo pudo pasar, el encierro ha sido largo.

Al oír la puerta, aplasta el cigarrillo en la base de cristal. Se envuelve entre las sabanas floreadas. Pasos se dirigen a la alcoba. Un beso apasionado intenta despertarla.

Se frota los ojos mientras pregunta:

- ¿Que tal?

- Bien, muy bien.

Un abrazo. El pensamiento está en el próximo año.

Mientras, una fina columna de humo se esparce por la estancia.

Domingo de fútbol

Aquel domingo de marzo nació con nubes, pero los rayos de sol las rompían con la suavidad con que se desgarra el papel cebolla.
La noche anterior me costó conciliar el sueño. No podía dejar de pensar en los acontecimientos que me esperaban al día siguiente.
Como cada domingo, mi abuela María había preparado chocolate. Mi madre fue con anterioridad a comprar el periódico y nata montada a la vaquería de la esquina de nuestra calle. Un delicioso suizo me esperaba frente a mí.
Cuando me senté en la mesa del comedor vi el periódico, doblado por la mitad. Al desplegarlo y pasar las hojas, soltaba el olor de la tinta. La noticia de portada era un fenómeno astronómico, “El eclipse del siglo” decía el titular. Pero la penumbra no pasó por Cataluña ni por ningún rincón de esa España pobre y rancia de los primeros años setenta.
Pasé las hojas impresas con prisa. Me centre en la página que titulaba “Comentarios e información deportiva”. Mis ojos leían con premura. “Difícil partido para el Barcelona, que recibe en el estadio al Valencia…”
Un partido difícil que disfrutaría en directo. Sí, por primera vez, esta tarde, iría al estadi del Camp Nou.
Seguí con el periódico, “partidos para hoy” “alineaciones probables”
Mi padre salió de su habitación, me dio los buenos días alborotando mis cabellos con su mano
Cuando podia, que eran pocas veces, iba al campo de futbol, generalmente por la noche. Cuando llegaba a casa dejaba bajo mi almohada unos caramelos cilíndricos, gruesos, envueltos en papel de celofán de varios colores. Eran característicos del futbol, al menos, nunca los había visto en otros sitios.
Aquella mañana me la pase preguntando a mi padre como sería esa entrada en el campo, que tenia que hacer. Le proponía saludar a Rifé a Marcial o Reixach. Me miraba y sonreía. Comentaba la distancia que había entre nosotros y el terreno de juego, que los jugadores ni nos verían. ¿Pero nosotros a ellos sí, verdad?
Salimos a pasear. Mi padre aprovechaba los domingos por la mañana para ir a la barbería, se cortaba el pelo y de afeitaba. Mientras me entretenía mirando las fotos de los periódicos deportivos: El Mundo deportivo, un periódico ancho a ocho columnas y, el Dicen… un diario desaparecido que su portada se imprimía con color sepia.
Un tío de mi padre que vivía en casa con nosotros y, por ello era tío de todos, El tío Quimet compraba el “Dicen…” todos los días.
El tío Quimet era del español, rival del barça. Nunca llegué a entender como y porqué era periquito si en casa todos éramos cules. No es necesario el decir que a el poco le importaba que hoy a las cuatro treinta de la tarde estuviera por primera vez en las gradas del Camp Nou.
En la barbería se hablaba de futbol y, claro del partido de esta tarde.
Peret, el barbero comentaba que Anton, un jugador del Valencia usaba peluquín y que alguna vez le había caído sobre la hierba del campo. Mientras escuchaba con atención todo lo referente al partido-Claramunt es la clave del Valencia. Apuntaba en mi cabeza los nombre… Antón… Claramunt. Me sentía con hambre de información.
- Fusté no jugara – decía Peret.
- Está en la alineación del periódico – dije.

Mi padre giró su cabeza hacia mí al oír el comentario.
Me sentía pletórico de poder disfrutar de aquella conversación, pensando que dentro de unas horas podría ver si Fusté pisaría el cuidado césped de Can Barça.
El sol se había abierto paso definitivamente entre las nubes y ahora las pocas que quedaban daban un toque decorativo al cielo azul.
Camino de vuelta a casa nos encontramos con un sobrino de mi padre, era árbitro de futbol. Pitaba partido de regional y de aficionados, ahora venia de arbitrar un encuentro al equipo de la parroquia: El Sant Isidre. Papá en su juventud jugo de portero en ese equipo. Pep me saludo común cachete en la mejilla y, me pregunto si lo tenía todo preparado para el partido de esta tarde. Me enteré que el vendría con nosotros. Fuimos juntos a casa. Mamá había preparado una paella, estaba buenísima e hicimos el comentario de que nos comeríamos la paella como el barça se comería al Valencia.
Mientras mi padre dejaba enfriar el café, buscaba en una caja de puros algún cigarro para saborearlo durante el partido.
Vi como Pep cortaba un anuncio del periódico. No entendía el por qué y le dije:
-Pep ¿Qué es eso?
- El marcador dardo- respondió.
Y así quedo, no quise dejar ver mi ignorancia ante aquel…. Marcador Dardo.
MI madre me ajustó la bufanda al cuello y me besó. Me acerco una bolas con bocadillos y nos fuimos los tres escaleras abajo. Pep silbaba el himno del barça y saltaba los peldaños de tres en tres. La felicidad fluía por cada uno de los poros de mi piel.
Fuimos andando, teníamos como media hora y a medida que nos íbamos acercando veía más y más gente con bufandas azulgranas, banderas con el escudo del equipo y, también alguno del valencia, pero pocos.
Al divisar el estadio, inmenso, con aquella tribuna voladiza, mi padre me agarro del pescuezo y con su mano sobre el cogote me guiaba por entre un mar de personas que se apretujaban en las puertas.
Cuando rebasamos al portero me encontré frente a una inmensa mole de hormigón, con hombres, alguna mujer y pocos niños que se encaramaban por las escaleras de acceso al coliseo.
Me percate del griterío y sobre el de un hombretón delantal blanco que gritaba: chicles, pipas, caramelos, cacaos” tenia un capazo lleno de aquellos caramelos cilíndricos, gruesos, de colores, de papel de celofán que mi padre me traía del futbol.
No me dio tiempo a pedir los caramelos, mi progenitor decía:
-Vamos de prisa o no veremos la salida de los jugadores.
Empezamos a subir escaleras, por pequeñas bocas de acceso veía la inmensa marabunta de gente, Seguía ascendiendo por escaleras de hormigón con barandillas de tubos blancos. Al llegar arriba salimos a la gradería. ¡Cuanta gente! Todos de pie. Me quedé embobado mirando hacia abajo. Un rectángulo perfecto, verde, con las líneas blancas que limitaban el terreno de juego.
Buscaba las porterías, no las veía. Era tal la emoción que no fijaba la vista, se me perdía en un todo y, todo hacia que la volviera a centrar.
La Visera de la tribuna era impresionante, majestuosa. Mi padre me enseñaba las cabinas de los periodistas y la radio. Desde allí transmitían lo que tantas tardes oía en casa. Dos graderías rodeaban el terreno de juego. Llenas de gente. Se perfilaban en la última fila del gol de la Diagonal las pequeñas cabezas de los espectadores, recortadas en un cielo luminoso de aquella tarde inolvidable de un domingo de marzo.
Estábamos los tres de pie, apoyados en la baranda antiavalancha. En frente teníamos la línea de banda pegada a la tribuna principal. A mi derecha, evidentemente abajo, la portería del gol de las Corts.
Pep llamo mi atención hacia una caricatura de una valla publicitaria. Era un hombre fumando un puro, su actitud ahora era normal. Pep me dijo que cuando marca uno u otro equipo cambia su expresión. Me quede con el dato.
Buscaba con la mirada el marcador. Papá me lo enseño. Estaba justo en la banda contraria a la tribuna, en toda su longitud, con el nombre de los equipos y los guarismos de comienzo. Cero a cero.
Era un marcador original, no recuerdo verlo en otros campos.
Empezó a sonar el himno y los jugadores fueron saliendo uno tras otro por la línea divisoria del terreno de juego.
Estaban muy lejos, pero los conocía a todos ellos. No vi salir a Juan Carlos, anunciado en la alineación del periódico, en su lugar entró Martí Filosia que no era un jugador del agrado de la afición.
Mi padre me hacia mirar a un lado y a otro. Me explicaba lo que sucedía y llamaba mi atención en cosas que ahora con el paso de l0s años no reparo en ellas.
Apareció el Valencia, de blanco. Pregunte por Antón y su peluquín. Por Claramunt y me informe de ese jugador alto y rubio. Era sol el central valencianista.
El arbitro, Martínez Benegas pito el principio del partido y los jugadores empezaron a correr por la moqueta verde con rayas blancas que se me difuminaban borrosas por la humedad de mis ojos.
Del partido poco puedo contar. No recuerdo las jugadas. Marcial marco un gol poco antes del descanso y el estadio rugió con una exclamación.
Entonces mire a la caricatura del puro y estaba pletórico. Riendo. Con el puro hacia arriba.
Los aficionados gritaban opiniones y consejos, que evidentemente los jugadores no podían oír. Me llamo la atención una frase:
- Ha marcado Flaminaire.
- Es el Madrid Sevilla.
Pep consultaba el recorte del periódico, el marcador simultaneo dardo.

Las claves de este marcador estaban a lo largo de la barandilla de los goles, detrás de las porterías y cada anuncio: Flaminaire, camisas IKE, Cinzano… eran un partido de primera división que se jugaban en otros campos. Un hombre sentado en cada uno de ellos se encargaba de transmitir mediante códigos lo que escuchaba por la radio.
Con este sistema se sabía además del resultado si se expulsaba a un jugador, si se paraba un penalty o se lesionaba un jugador. Mi ignorancia quedo satisfecha con aquel montaje.
Reina Rifé, Eladio Torres Reixach, Saluda, Alfonseda. Todos ellos estaban delante de mí jugando al fútbol. Tan cerca y a la vez tan lejos.
El partido termino con el uno a cero del descanso.
Aquel gol de Marcial fue el primero que marcaba con el equipo azulgrana.
Las crónicas hablaron el martes del partido. Los lunes no se publicaban periódicos. Hablaban de un partido sin brillantez, de poco juego, de excesiva dureza… pero para mi fue el primer partido en el Camp Nou, después hubieron otros, mejores quizás, pero como el Barcelona Valencia de 1970 ninguno
No estoy muy familiarizado con eso del blog, pero me apetecía el tener un espacio donde depositar mis inquietudes. Me apetece el dejar constancia de mis opiniones, mis escritos y mis comentarios de índole social, deportivo o ensayista.
Ya veremos el recorrido de el "Diario de Rafa".
Un saludo a los que me lean, espero no sean muy críticos, al menos al principio