viernes, 16 de octubre de 2009

1.800 Tablones

El desgarrador pitido del despertador, le anunciaba que la hora había llegado.

La luz y el bullicio de la calle entraban por la ventana. Despojándose de la floreada sabana que cubría su cuerpo, encaminaba sus pasos hacia la vigorizante ducha.

En la cama, aún durmiendo estaba ella; se acostó pronto, pero no podía dormir, hacia mucho calor. Se justificaba, pero la realidad era otra bien distinta.

Cada año, aquel mismo día y bajo aquellos tímidos rayos de sol, corre el encierro.

Se secó mas bien ansioso y expectante que nervioso, y se enfundo de blanco y rojo. Aquella albura correría con él, en contraste con el negro velludo de la piel del toro.

Suavemente acarició su frente temeroso de despertarla. Cerró la puerta, salió a la calle, que se le antojaba desafiante.

Con el golpe ella abrió los ojos.

Había oído el despertador, el agua de la ducha y por supuesto los labios que rozaron su frente. Sentía como cada año el peso de su corazón dentro del pecho.

Miró el reloj de la mesilla de noche. Las siete y media. Cogió el paquete de Ducados y puso un cigarrillo entre sus labios secos.

Apoyando su espalda en el cabezal de la cama y, entre el humo del tabaco, el estruendoso ir y venir callejero, paulatinamente se apoderaba de ella.

Pensaba en él. ¿Donde estará? ¿Comprando el periódico? ¿Tal vez ojeando ya las noticias del día anterior? ... el encierro ... la corrida ... la actuación nocturna en la Plaza del Castillo.

Otra aspiración profunda, los pulmones llenos de humo.

Por su calle no pasaba el encierro, mas podía sentir perfectamente, lo que ocurría en el tramo, apenas cien metros que anhelaba correr.

Pensaba en los momentos que lo habían recorrido juntos, cogidos de la mano, recreando sus miradas en los portales, en los balcones, en las aceras, adoquines y en las pequeñas callejuelas. Esperaba que le sirvieran de ayuda.

Apago el cigarrillo. Miro el reloj. Las siete cuarenta y cinco. Seguramente él estaría expectante, junto a la portezuela de madera, con pie derecho en la pared pasando unas hojas que no leería.

Estaba en lo cierto. Mira de refilón calle abajo, observa a todo aquel que se le acerca.

Desde la cama, mientras entorna sus ojos, lo ve desconfiado. Tenia razón.

Cada año igual. Siempre las mismas preguntas. ¿Que pretende demostrar? ¿A quien? ¿A si mismo, tal vez?.

Faltaban cinco minutos. El corazón empieza a correr, se levanta, sus manos sostienen medio vaso de agua que deja junto al despertador, su enemigo, con la manecilla rozando la primera cifra de las doce.

Otro cigarrillo. Cierra los ojos, en espera de que sus tímpanos vibren con el estruendo de petardo que da salida a los toros.

No llega, falta poco, muy poco. ¡Ahora!

Él estará con el periódico enrollado en su mano derecha, sus piernas saltando, bailando esta danza de vida o de muerte.

En la cama, con los ojos prietos, muy prietos, el corazón galopante, la garganta seca, agrietada por la angustia. Ve como los primeros cabestros enfilan Estafeta. Lo ve saltando, esperando, sudando.

Deja pasar a la ingente cantidad que se encamina a la plaza, sus piernas se sueltan, el periódico, guiado con la mano diestra, busca el hocico del astado.

No quiere pensar mas. Ansia oír el petardo que dé por terminada aquella estampida; cada año mas deseado.

Sus ojos se abren y se clavan en el despertador, no parpadea, solo mira los segundos que van transcurriendo, cualquiera de ellos puede ser el último.

No se oye la detonación , el tiempo pasa y no llega.

¿Habrá rozado un pitón su ropa blanca?

La tarde anterior, la estuvo planchando con odio, ahora sufre para que no se manche de rojo.

¡Por fin sonó!. Compás de espera, pero sigue angustiada. Podría informarse mas no lo desea.

Cuatro minutos y medio, doscientos setenta segundos de correrías, revolcones, pitonazos, sangre, dolor, muerte.

Ahora solo le queda esperar. Esperar y confiar que vuelva a casa cuanto antes. Esperar es su consuelo.

Él sabe el dolor que causa con su terquedad anual. Por ello intenta volver junto a ella cuanto antes.

Enciende otro cigarrillo con manos temblorosas. Intenta relajar su cuerpo; no puede, solo piensa. Todo pudo pasar, el encierro ha sido largo.

Al oír la puerta, aplasta el cigarrillo en la base de cristal. Se envuelve entre las sabanas floreadas. Pasos se dirigen a la alcoba. Un beso apasionado intenta despertarla.

Se frota los ojos mientras pregunta:

- ¿Que tal?

- Bien, muy bien.

Un abrazo. El pensamiento está en el próximo año.

Mientras, una fina columna de humo se esparce por la estancia.

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