viernes, 23 de octubre de 2009

SUCEDIO UNA NOCHE (1ª parte)

Es ya la hora del crepúsculo. Corre una ligera brisa. Hacia poniente las nubes se tornan del color del vino. Siempre hay una sensación especial de vida y de muerte. Y por esto produce alegría y tristeza a la vez.

El coche recorre lentamente el aparcamiento, buscando un hueco donde pasar la noche. Fracciono la sinfonía del Nuevo Mundo, que sonaba en el CD y bajo del vehículo.

Delante de mí se levantan las tres torres circulares bañadas por los reflejos de un sol, que caduca minuto a minuto. La más alta, de veinte pisos de altura, acogerá mi alma durante las próximas doce horas.

La puerta de cristal se cierra automáticamente detrás de mí, acogiéndome el olor característico del hospital. En este lugar los seres humanos han dejado: esperanzas, alegrías, añoranzas, pesimismo, tristezas, desengaños, desánimos, rencores, envidias y tantos y tantos sentimientos que el hombre tiene dentro de sí y que tan fácil le resulta dejar reflejados en las situaciones límites en este recinto.

Con el paso apresurado me dirijo a reanimación de urgencias. Para ello debo cruzar la sala de espera. Es pequeña y a esta hora está muy concurrida. En tanto que la noche avance irá despejándose. La diversidad del género humano es manifiesta. Un hombre con traje y corbata lee el periódico junto a una muchacha joven, que apoyando la cabeza entre sus manos, mantiene sus párpados entornados. La unión de pequeños susurros se convierte en un murmullo molesto que dificulta escuchar el nombre que, con una voz metálica suena por megafonía.

La unidad de reanimación de urgencias tiene una capacidad máxima de diez enfermos. En ella recibimos a los pacientes críticos que genera el hospital o el exterior. Cuatro enfermeros, dos auxiliares, y un anestesista hacemos frente a todas las circunstancias que deparan el hacer y deshacer de la vida. Las compañeras de tarde nos cuentan la evolución de los pacientes en las últimas horas que, muchas veces en estos enfermos, es muy importante.

Tenemos camas vacías. Voy a ver cómo están los quirófanos. Los dos funcionan: en trauma están haciendo una fractura de fémur, y en cirugía un sangrante. Hace poco que los dos han empezado a trabajar.

Los monitores extienden sus estelas verdes, las bombas de perfusión lanzan sus sobresaltos anunciándonos inquietud y nosotros estamos a la expectativa de otra noche diferente.

Los enfermos que tengo que cuidar son ya conocidos. Rafa tiene cuarenta años. Hace tres días su mujer lo encontró con la cabeza apoyada sobre la mesa, inconsciente. Cuando ingresó se le realizó una T.A.C. craneal y se le diagnosticó un hematoma cerebral masivo. Su pronóstico es infausto . Durante el día de hoy se han realizado dos E.E.G. Se le está tratando como donante de órganos.

Luisa es una mujer de las que hoy llamamos de la tercera edad. Estaba esperando un autobús; posiblemente pensando en sus nietos, cuando de repente se le echó encima un coche que, presumiblemente iba demasiado rápido. Ello le produjo múltiples fracturas. Lo más preocupante son las lesiones torácicas y abdominales, que a su avanzada edad, requieren una atención especial.

Estoy leyendo las historias clínicas de mis enfermos, cuando se acerca el médico para comentarme que la familia de Rafa ha dado autorización para que sea donante.

Es ahora cuando se debe realizar en mi persona una metamorfosis a la que, a pesar de los años, aún no me he acostumbrado. Rafa deja de ser un enfermo para convertirse en un cadáver que debo cuidar. Tengo que mimar sus órganos vitales, para que otras personas puedan seguir viviendo.

Suena el teléfono. Preguntan si pueden pasar los familiares del donante. De lejos asiento con la cabeza, voy reponiendo la diuresis y comento con la coordinadora de trasplantes a qué hora se realizará la extracción.

Para llegar a los pies de la cama de Rafa su familia debe cruzar más de la mitad de la unidad. Su mujer y su hijo miran fijamente su meta; quizás con la esperanza de ver un movimiento en el cuerpo inerte de su ser querido. Al llegar junto a él le acarician. La mujer desprende emotivos brillos de sus ojos, presagio de unas lágrimas. Me alejo tragando saliva, evitando la mirada de ella que parece interrogarme sobre el porqué de esta situación.

Los cabellos blancos de Luisa están alborotados. Han perdido el tono liloso que, con elegancia, paseaba unos días atrás. Está sedada y relajada, su cara no manifiesta sufrimiento y me pregunto si su mente, estará tan tranquila como su faz.

Conectada al respirador, su tórax se eleva asimétricamente catorce veces por minuto y su corazón late dejando complejos arrítmicos en la pantalla del monitor.

Las manos de Luisa enseñan una vida de trabajo. Su piel reproduce los pliegues de la edad. Su marido ha dejado junto a una de ellas un rosario de pétalos de rosas rojas, que compraron en su viaje a Italia, en la Vía Conciliacione, en la entrada del Vaticano, con la esperanza de que ayude a su pronto restablecimiento.

Me acerco al control de enfermería y me cruzo con las figuras abrazadas de la madre y del hijo, con la mirada en el suelo, hundidas en el dolor de la desesperanza.

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