Aquella mañana de Navidad, las calles aparecieron blancas. Era la primera vez que veía una cosa así. Mi madre me resguardo con un abrigo de color camello y me cubrió la cabeza con un sombrero tirolés.
Mi padre cogió la cámara de hacer fotografías, cosa que solo ocurría en las grandes ocasiones y, salimos a la calle blanca, fría, crepitando bajo mis pequeños pies.
Los pocos coches que circulaban lo hacían con suma precaución, incluso algunos vecinos habían sacado sus esquís a la calle y por la pequeña pendiente de la subida del metro se lanzaban con una cara de velocidad exagerada para aquellas circunstancias.
Ya desaparecieron las dos bocas, una de entrada y otra de salida. Las dos confluían en una escalera circular, ancha, que ascendía hasta el puente de hierro de
Recuerdo las taquilleras, vestidas de azul marino, con los cuellos y los puños blancos, embutidas en aquellas garitas estrechas acristaladas, desde solo se podían ver sus manos apretando unos botones que hacían salir el trozo de cartulina blanco, grabado en tinta azul el importe del billete 1,50 Ptas, acompañado de aquel ruido de motor ronco y sórdido
Alguna vez se sentía por la megafonía metálica de la estación una voz, entonces siempre en castellano que decía “Este tren no admite viajeros” y, entonces se iba vacío.
Me gustaba subir al primer vagón, me podía enganchar al vidrio de delante, al lado de la cabina del conductor y ver como se acercaban las estaciones: Bordeta, Mercado Nuevo…. Allí nos metíamos en el túnel y si el conductor había dejado la puerta de la cabina abierta, podía ver como conectaba las luces e iluminaba las vías amplias y negras.
Allí acababa el trayecto de aquella mañana invernal, salía de las tripas de la ciudad por unos pasadizos adornados con anuncios de “Tintes Iberia” o de “Anti-polilla Cruz Verde”.
El Metro tenia otro encanto, supongo que la mirada de aquel niño de ocho años, con la ilusión puesta en el paisaje nevado.
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